John Parker Dimitrinsky






John Parker Dimitrinsky, mi perro, no puede ver a nadie.
Por eso rompe las cartas de amor de la sirvienta,
las flores del jardín, los juguetes de Miguelito,
los poemas de Pablo, la Biblia,
las patas de las mesas, el sofá verde;
y los demás también.

John Parker Dimitrinsky, mi perro, no puede ver a nadie.
Por eso rompe los discos de María,
los libros de Cortázar, los de Borges, los de Márquez;
y los demás también.

John Parker Dimitrinsky, mi perro, no puede ver a nadie.
Ni al caniche de al lado que es negro,
ni al canario de enfrente que es amarillo,
ni a mi guitarrista que es checoslovaco,
ni a los vecinos, ni a usted, ni a mí, ni a él mismo,
porque John Parker Dimitrinsky, mi perro, es ciego.

Es ciego, igual que yo, y usted, y los demás también.
Al fin he comprendido que es mía la sombra
que empaña este bendito mundo de luz,
por eso ya no confundo la luna con el dedo que la señala.


Un yonqui pateando paraísos



Cuando hay:
«La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después se extiende una gran relajación que despega los músculos de los huesos y parece que uno flota sin límites, como si estuviera tendido sobre agua salada caliente. cuando esta relajación se extendió por mis tejidos, experimenté un fuerte sentimiento de miedo. tenía la sensación de que una imagen horrible estaba allí, más allá de mi campo de visión, moviéndose en cuanto volvía la cabeza de modo que nunca podía verla. sentí náuseas; me tumbé y cerré los ojos. pasaron una serie de imágenes, como si estuviera viendo una película: un enorme bar con luces de neón que se hacía más y más grande hasta que calles y tráfico quedaron incluidos en él; una camarera traía una calavera en una bandeja; estrellas en el cielo claro. el impacto físico del miedo a la muerte; el corte de la respiración; la detención de la sangre.»

Yonqui, de William Burroughs



Cuando no hay:
«No puedo explicarte lo que es el mono, aunque me lo pides. Es inexplicable e inconcebible para quien no se lo ha apechugado. Es la tortura y el castigo hechos a la medida de la infamia del vicio. La nariz se te forra de murciélagos. Te salen litros de moquillo líquido que sabe a rayos. La saliva te llena la boca de un caldo de orín fermentado con ácido sulfúrico. Todo te duele con diez tanques. Los riñones se te infestan de ratas que te carcomen los nervios. En las articulaciones de las rodillas, de las muñecas, de los codos, de los tobillos, para qué contarte. En cuanto te mueves y en cuanto no te mueves, da igual. Se te mete la cremallera de pinchos para arriba y para abajo. Se te ponen los nervios de rejones. Tienes un cabreo de sesión continua. La cabeza cencerrea y se te rompe la crisma erre que erre. El insomnio te encapota 24 horas por día. Ni soñar con dormir. Las noches son peores que los días, y viceversa. Se me olvidaba decirte que los ojos se te salpimentan solos y con chile negro. Lagrimeas vinagre y bilis sin poder llorar. Desde la punta de la cebolleta hasta la campana de la molondra se te pone la carne de gallina sin necesidad de condiciones atmosféricas.»

Pateando paraísos, de Fernando Arrabal




Así empieza: Invisibles, de Paul Auster



«Le estreché la mano por primera vez en la primavera de 1967. Por entonces yo era un estudiante de segundo curso en Columbia, un muchacho sin formar con ansia de libros y la creencia (o ilusión) de que algún día tendría las suficientes cualidades para considerarme poeta, y como leía poemas, ya conocía a su tocayo del infierno de Dante, un muerto que iba arrastrando los pies por los últimos versos del canto veintiocho del Infierno. Bertran de Born, el poeta provenzal del siglo XII, que llevaba cogida del pelo su cabeza cortada, haciéndola oscilar de un lado a otro como un farol: sin duda una de las imágenes más grotescas de ese extenso catálogo de alucinaciones y tormentos.»
¡Arriba!